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Valor clínico de las vacunas



Las vacunas suponen una herramienta preventiva con un enorme potencial sanitario que les confiere su gran valor científico, social, económico y clínico. Cuando hacemos referencia a este último, su valor clínico, lo primero que nos viene a la mente es su potencial para hacer aquello para lo que fueron diseñadas: evitar la enfermedad infecciosa de que se trate y lograr disminuir la prevalencia y la incidencia de dichas infecciones en la población. Lo hemos visto con la difteria, tétanos, polio, varicela, rubeola, sarampión, etc. Todas ellas enfermedades infecciosas temibles y, desgraciadamente, más que habituales que, sin embargo, hoy día son desconocidas incluso para varias generaciones de médicos en determinados entornos geográficos.

Se trata por tanto de lo que podríamos denominar un valor clínico-epidemiológico. El máximo nivel deseado sería el de lograr no solo disminuir sino, incluso, erradicar la enfermedad en cuestión de forma que, paradójicamente, no fuese necesario ni siquiera continuar con la propia vacunación siendo ésta una víctima de su propio éxito. Aunque podía parecer imposible, este nivel se alcanzó hace décadas para la viruela, una enfermedad mortal que llevaba siglos afligiendo a la humanidad. Se trata de un logro increíble que nunca deberíamos dejar de celebrar. Sin duda, ahora más que nunca, debemos trabajar para lograr el mismo resultado con la polio o con el sarampión.

Pero más allá de este valor clínico-epidemiológico, las vacunas realmente poseen un valor clínico directo e indirecto. Así se ha podido demostrar cómo la vacunación frente a la gripe protege frente al infarto de miocardio, ictus o frente a exacerbaciones de EPOC a largo plazo. Es muy posible que estos beneficios se puedan replicar en el futuro con otras vacunas como la del virus respiratorio sincitial. En el caso de la gripe algunos investigadores apuntan también a un efecto beneficioso frente a la enfermedad de Alzheimer y varios estudios señalan una mejora en distintos scores de calidad de vida de los pacientes vacunados. Así mismo, hoy día las vacunas han pasado a formar parte del arsenal en la lucha contra la pandemia silenciosa que representa la resistencia a los antibióticos y se ha incluido en la mayoría de los planes nacionales de acción. Las vacunas mejoran, por tanto, nuestra salud.

Por último, desde hace tiempo disponemos de vacunas que nos protegen frente al cáncer. Al evitar la infección por el virus de la hepatitis B o del papiloma humano, evitamos a medio-largo plazo el posible desarrollo de hepatocarcinoma y de cáncer de cérvix, ano o pene, entre otros, respectivamente. Pero es que en algunos casos podemos, incluso, lograr protección frente a un cáncer no relacionado como ocurre con la administración de la vacuna BCG para el tratamiento del cáncer de vejiga. En este caso, se trata del beneficio de la vacuna como inmunorregulador. Precisamente la BCG se ha convertido, en cierta manera, en el paradigma de vacuna que es capaz de inducir una mejora inmunitaria que podría ayudar a prevenir desde la COVID-19 hasta la diabetes tipo 1. El mejor conocimiento de los mecanismos que explican estas acciones abrió todo un campo nuevo que se está explorando cada vez más y comienza a mostrar un camino apasionante para el uso de las vacunas en el mantenimiento de la homeostasis inmunitaria y los beneficios indirectos y a largo plazo para la salud derivadas de ella.